¿Quién que lo viera podía dudar que estaba enamorado?. No hacía otra cosa que hablar de su mujer. Siempre la sonrisa a flor de labios... los ojos entornados...
Era para todos un hombre enormemente feliz. Impecablemente vestido, educado en el trato, siempre dispuesto a colaborar con sus compañeros.
Desde que había entrado a trabajar en la oficina, nunca lo habían visto malhumorado. Por eso a todos extrañó que ese lunes estuviera como ausente, pensativo. Todos le manifestaban su preocupación, pero el había rechazado cortésmente todo ofrecimiento de ayuda.
Si bien era manifiesto el cariño que prodigaba a su esposa, no era afecto a contar intimidades. ¿Cómo explicar entonces que la pasión desencadenada por el encuentro de sus cuerpos, en interminables noches lujuriosas, se había ido enfriando aceleradamente de un tiempo a esta parte? ¿Que el diálogo, tan fluído en otros momentos, se había reducido prácticamente a un monólogo declamativo de su amor?.
No había querido pensar en eso, pero, de alguna manera, durante el fin de semana, ante la total indiferencia de su esposa, la idea se había instalado definitivamente en su cabeza.
Y ahí estaba nuevamente, pensando en la posibilidad de poner fin a esa situación.
No era hombre de dilatar las cosas, por eso debía tomar ya, una decisión.
De regreso a su casa ultimó los detalles del planteo.
Al entrar, se dirigió sin dudar al dormitorio, ella estaba en la cama.
- Querida... -le dijo- creo que tenemos que hablar.
El silencio le abofeteó la cara como única respuesta; por lo que, ante la evidente falta de interés de su mujer, optó por deshechar el discurso que había preparado y fue directo al grano.
- Vamos a tener que separarnos... -afirmó con total seguridad-
Y se quedó en silencio, mientras observaba el racimo de minúsculos gusanos, que se agitaban en la boca entreabierta que tantas veces había besado.
viernes, 27 de noviembre de 2009
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